(N. me ha pedido recomendaciones sobre Roma. No tiene sentido poner aquí todo lo que le he escrito —mi intención con este blog es ser breve, y en cualquier caso leerme demasiado me aburre— pero tarde o temprano iba a tratar el tema, y hoy es un buen día como cualquier otro. Así que resumiré).
Vaya por delante: es imposible ver Roma en un fin de semana. O en un mes. En realidad, non basta una vita. Por eso es mejor no agobiarse y disfrutar del entorno: “Hasta el individuo más vulgar se convierte en alguien en Roma, pues como mínimo adquiere una visión no vulgar de la vida”. Es un sitio para caminarlo. Y no solo en honor a la belleza. El transporte público capitolino es pésimo, y el taxi me ha parecido siempre más adecuado para no llegar tarde a una reunión de trabajo que un recurso feliz para un viaje. Además, pasear por Roma constituye una de las experiencias más bellas de la vida: la sensación de caminar por un gran museo bajo el cielo abierto. Más allá de eso, existe una Roma para casi todos los gustos. En la mía privada jamás faltarían el barrio de Trastevere (tópico, pero también bohemio, popular y pintoresco), la via Margutta (parte de mi educación sentimental romana se encuentra en esta callejuela, hogar de gente como Federico Fellini, Sandro Fiorentini —alias il Marmoraro, en cuya tienda se puede charlar— y Gregory Peck en Vacaciones en Roma, entre muchos otros), la Iglesia de San Ignacio (el fresco del techo es lo más parecido a unos efectos especiales del siglo diecisiete) o la Galería Borghese (pequeña, sensual y encantadora). Por el resto, la ciudad es barroca, no así el yantar: los locales tiene más de bistró que de restaurant y los camareros muestran cierta inclinación a ligar con tu cita cuando te vas al servicio. Nada grave, pero mejor saberlo. E ir al baño antes. Mi preferido es Roscioli. Clásico, estrecho, lleno de gente —sin reserva es imposible—. Anarquía civilizada con barbaresco y una carbonara que llevo años intentando imitar. Otro icono es Da Armando al Pantheon, con una cocina algo más delicada y el encanto de estar situado junto al edificio más hermoso de Occidente. En Da Baffetto hacen una pizza tan romana como Albertone, poco hecha en el centro pero quemada en los bordes, con una masa tan fina —quizá en esto no se parezca a Sordi— que podrías leer Il Messaggero a través de ella. El Caffè Greco es espléndido, antiguo e histórico; mi cafetería preferida, de todas maneras, es Sant’Eustacchio, pero es diminuta y poco cómoda para encontrarse con los pensamientos. Al menos los propios. Las vistas en La Pergola son de arrodillarse y rezar a tu Dios preferido, o que más te haga caso. Roma es mucho más, claro. Pero no soy la Lonely Planet sino abogado, y uno llega hasta donde llega. Que en mi caso es justo hasta aquí.