(xxxiv)

(Taberna) Nos acomodan en una esquina cerca de la entrada, cuya precariedad y estrechez me recuerdan a una divertida fotografía de Rajoy y Sarkozy de hace un lustro, en una tasca de Madrid. Mientras comemos, desfilan ante nosotros un diseñador de moda con un abrigo de piel hasta los tobillos y un conocido productor, cuya estética, la de ambos, no se aviene bien con el decorado taurino del local. Quizá por eso. La comida, mesetaria, es completa, precisa y terminante, y el vino me recuerda al de aquellas trattorias romanas en que tanto nos regocijábamos. De tan espantoso, repito.

(LAdC) ‘Vivíamos en el mismo edificio, hace no mucho’, comienza M., a la salida. ‘Una vez concidimos tirando la basura. Él iba en zapatillas de andar por casa’. ¿Y entonces? ‘Llevaba el pelo engominado hacia atrás’.

(Docto) Vuelvo a encontrármelo cerca de casa, ataviado con su sempiterna capa española y birrete doctoral, de raso negro, como si cada domingo le invistiesen doctor honoris causa por una universidad sudamericana, mientras camina con dificultad apoyado en su bastón. Es la viva imagen de un patricio. A veces, pienso, podría escribir una novela negra sobre él: en ella, un detective octogenario, antiguo licenciado y lector de Gracián, resuelve casos de lo más selectos en el barrio de Salamanca. Gran bebedor de amontillado (‘largo, largo como una espada ropera’), hace años que rodea Jorge Juan entre Serrano y Velázquez.

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