(xxvi)

(La cultura española) «Los grandes escritores españoles son entendidos por cualquier español. Por un campesino español. Mire, hay un recuerdo que tengo que es prodigioso. Usted sabe que la tesis central de la filosofía de Ortega es yo soy yo y mi circunstancia. Bien. Hace tres o cuatro años, un jueves, día de mercado, en Soria, los campesinos van a la ciudad a comprar. Dos campesinos tienen este diálogo: “¿Qué es de tu vida?”. “Pues ya sabes lo que dice el refrán: ca uno es ca uno y su circunstancia, y la mía ya la conoces”. Usted imagine un país en que un campesino ha oído esa frase, y la entiende, y le parece tan evidente que cree que es un refrán. Ahí tiene usted la cultura española».

De la entrevista a Julián Marías por Joaquín Soler Serrano en A fondo.

(xxv)

(Cervantes en Italia) «En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova; y, desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia, dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.

Allí conocieron la suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la imperial más que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.

Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.

Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.

Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció  bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.

Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.

Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.

Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas, para salir en campaña el verano siguiente.

Y, habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía, y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en leyes».

En «El licenciado Vidriera», dentro de las Novelas ejemplares.

(xxiv)

Andaba yo absorto en mis pensamientos —es un decir— en un restaurante del paseo de Gracia cuya apariencia debe coincidir, mutatis mutandis, con la que tuvo que tener el Reno de Tuset 27, cuando reparé en el Beef Wellington que en aquel momento nos servían, y no pude más que concluir, no carente de satisfacción, que si bien es cierto que clásico es aquello a lo que no le sobra nada, también lo es que sublime lleva hojaldre, echalote y vino de Madeira.

(A propósito de Reno: Vila-Sanjuán nos refiere en El joven Porcel que Javier de Echarri, a la sazón director de La Vanguardia, muere en octubre de 1969, todavía en ejercicio del cargo, por atragantarse durante una cena que tenía lugar en aquel restaurante: se ha venido prefiriendo, quizá de manera prematura, la idea de morir dormido a la de morir cenando, sin haberse valorado suficientemente las ventajas de esto último).

(Sobreviví).

(xxiii)

(Ser príncipe) «Reservado y solitario, Lampedusa llevó en Palermo una vida monótona, rutinaria, sin drama. Dijo en alguna ocasión que su profesión era “ser príncipe”. Vivía sin grandes medios, de las modestas rentas que pudo conservar de la fragmentadísima herencia de los Lampedusa, tras frecuentes pleitos y múltiples problemas administrativos con miembros de otras ramas de su familia. Nunca trabajó, en efecto (o trabajó “de príncipe”). Se levantaba pronto, paseaba por calles, cafés y librerías de Palermo: la pasticceria de Massimo, los cafés Caflish y Mazzana, la librería Flaccovio. Leía durante horas en su biblioteca. La lectura, no escribir, era su verdadera vocación. Acudía a alguna tertulia o con intelectuales locales (Bebbuzzo Lo Monaco, Virgilio Titone, Gaetano Falzone) o con algunos jóvenes escritores, o aspirantes a serlo (su sobrino e hijo adoptivo Gioacchino Lanza Tomasi, modelo del Tancredi de El Gatopardo, Francesco Agnello, Francesco Orlando), a los que en algún momento dio, además, cursos de literatura (de los que quedaron centenares de páginas manuscritas inéditas). Era cultísimo. Conocía a la perfección sobre todo las literaturas inglesa, francesa y rusa. Los mismos escritores a los que conoció en 1954 en San Pellegrino Terme –Bassani, Montale, por ejemplo– le parecieron personas de cultura sólo discreta. Mantenía una óptima relación con sus excéntricos y divertidos primos Giovanna, Casimiro y Lucio Piccolo a cuya casa en Capo D’Orlando, en el nordeste de Sicilia, cerca de Messina, Lampedusa iba con frecuencia. Con Licy, que no se instaló en Palermo hasta que en 1946 murió Beatrice, la madre de su marido (antes, desde 1943, Licy vivió en Roma), coincidía ya al atardecer: leían, oían música e iban al cine. Viajaban con alguna frecuencia a Roma».

Juan Pablo Fusi en Revista de Occidente, cuyo diseño conserva un aire anticuado y encantador. Por una mezcla más o menos evidente de geografía y ethos, Palermo, Cádiz o la Provenza constituyen plazas excelentes para ser príncipe, mientras que otras —pienso en Barcelona, Londres o Nueva York, no tanto Madrid— se me hacen profundamente hostiles.

(xxii)

(Las francesas) «Fue en París, antes de la era Sarkozy. Un amigo periodista hacía cola pacientemente en una oficina de Correos para enviar un paquete. Llevaba bastante rato y estaba a punto de llegar cuando apareció Carla Bruni. Magnética, recorrió la fila hasta llegar al colega y musitó: “¿Me deja pasar? Tengo un poco de prisa”. Mi amigo es francés comme il faut, por tanto, galante (aún no existían los micromachismos): “¡Por favor, pase usted! Carla Bruni, ¿verdad? ¡Qué grata sorpresa! Conocerla así, en una cola de Correos…”. Ella sonrió brevemente. “No, ya ve que cola no hago”. Y pasó a la ventanilla».

Fernando Savater en El País.

(xxi)

(Una definición satisfactoria del intelectual de derechas) Aquel más cerca de la fatwa que del Nobel.

(xx)

«Podrían resumirse así: este es el triunfo de los modelos paganos en el más católico de los siglos con el más católico de los reyes al frente, oh paradoja; y en medio de la Contrarreforma y la fiebre mística que recorría España, la más clara proclamación de la sensualidad y los “frescos racimos”, que dijo Rubén Darío […] Y la de vueltas que da la vida: casi cinco siglos después también sigue el reino de Bélgica más o menos como lo dejó Guillermo de Orange, a merced de oscurantistas y atormentados. A cada cual le corresponde ahora escoger de qué lado de la vida quiere estar, el de los “frescos racimos” o el de los siniestros y “fúnebres ramos”, por seguir con Darío».

Andrés Trapiello en El Mundo –por lo demás, la libertad de la constitución fue siempre eso para mí: un fresco racimo, núcleo de un bodegón espléndido. Pero no me engaño acerca de su sino: la nature morte.

(De Bélgica, como de la voluntad como soporte de lo ético, no cabe hablar).

(xix)

«P. Pero ayuda a vivir, espanta los males…

R. Yo prefiero pensar eso, que lo hemos llevado con muy buen humor y hemos espantado la pena. Los personajes de más arte, gracia y humor que he conocido eran flamencos. El Beni, Pericón… No los he conocido con más arte. Y, como decía El Gallina, he recorrido los seis continentes, desde Asia hasta Madrid.

P. Ole».

De una entrevista a Enrique Morente en El País en el año 2003, tras publicar aquel El pequeño reloj; nótese que las entrevistas flamencas y taurinas comparten un rasgo común: son esencialmente intraducibles. Coquetería aparte.

(xviii)

Ava Gardner sentada entre la multitud de Las Ventas —ambas, Ava y la multitud, probablemente las únicas certezas nacionales, junto con la Guardia Civil— mira a la cámara (¡Ava Gardner te está mirando!) mientras se sujeta ligeramente la cabeza con la mano, y yo no puedo evitar recordar, como Borges, que el jaguar era uno de los atributos de dios.

(Tras su barbilla, la de Carmina Ordóñez. Después la nada).

(xvii)

(Los bares) Nadie salga sin saber geometría.