(xxxi)

(Los diarios letrados se mudan a Madrid) De mis seis años en Barcelona, acaso lo siguiente: aquella noche en que celebramos un ascenso en Via Veneto —la primera vez de mi vida que pagué sin mirar la cuenta; luego vinieron más, y aun mejores—; la querencia por las ostras de M., y el encanto con el que me desplumaba; un pato con peras en Peratallada, excelente; la planta baja de Santa Eulalia, y de ella, los paños, corbatas y perfumes; el olor de los naranjos del Passatge de Mercader, y la terraza de Belvedere, que cierra demasiado pronto; las chicas coreanas del bar de abajo (las tuve comiendo de mi mano y entonces noté que me faltaba un brazo); las mañanas de domingo en el mercado de Sant Antoni; el Ampurdán de Pla, en ningún caso la Cerdaña (lo moral acaba afectando lo estético, por más que esta relación no sea automática); el Boadas («Eres un bar pequeño, incómodo y sentimental… ¡Es decir: un bar humano! Todos los demás son gilipollez y diseño»); el benéfico discurso del rey de España, un 3 de octubre de 2017; mi querido B., y mi querida B.; algunos éxitos y algunas derrotas; tantos amigos, y tanta felicidad; en fin, D. en el jardín del Alma, y en el Dry, y en otras plazas que no quiero decir. Por hombre.

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