(xxxi)

(Los diarios letrados se mudan a Madrid) De mis seis años en Barcelona, acaso lo siguiente: aquella noche en que celebramos un ascenso en Via Veneto —la primera vez de mi vida que pagué sin mirar la cuenta; luego vinieron más, y aun mejores—; la querencia por las ostras de M., y el encanto con el que me desplumaba; un pato con peras en Peratallada, excelente; la planta baja de Santa Eulalia, y de ella, los paños, corbatas y perfumes; el olor de los naranjos del Passatge de Mercader, y la terraza de Belvedere, que cierra demasiado pronto; las chicas coreanas del bar de abajo (las tuve comiendo de mi mano y entonces noté que me faltaba un brazo); las mañanas de domingo en el mercado de Sant Antoni; el Ampurdán de Pla, en ningún caso la Cerdaña (lo moral acaba afectando lo estético, por más que esta relación no sea automática); el Boadas («Eres un bar pequeño, incómodo y sentimental… ¡Es decir: un bar humano! Todos los demás son gilipollez y diseño»); el benéfico discurso del rey de España, un 3 de octubre de 2017; mi querido B., y mi querida B.; algunos éxitos y algunas derrotas; tantos amigos, y tanta felicidad; en fin, D. en el jardín del Alma, y en el Dry, y en otras plazas que no quiero decir. Por hombre.

(xxx)

(Fantástica e insensata) «Hace poco he vuelto de España; allí he pasado el invierno, a solas, encontrándome en un mundo tremendamente heroico y extraño. Estuve mucho tiempo en Toledo, después en Ronda, un pueblecito muy español, a dos horas de Gibraltar. Tierra fantástica e insensata. Y Toledo, Toledo, el Greco no lo ha exagerado nada. Es el Viejo Testamento, allí se respira la posibilidad de leones, de profetas y ángeles… Algún día le hablaré de ello».

En las Cartas a una amiga veneciana de Rilke.

(xxix)

(Monsieur Espada, le dernier républicain) «Un español no puede pagar (ni recibir) un 11 por ciento menos que otro español. Eso es, justamente, lo que distingue a un español, o un francés o un italiano, de un europeo: y la principal razón por la que ser europeo es, todavía, una aspiración […] Ser andaluz, catalán, gallego o madrileño siempre fue el vínculo entre un hombre y su tierra. Las raíces, ya ves qué cosa: menos mal que la gruesa suela de mis gucci impide que me ensucie el barro. Ser español, en cambio, fue siempre un vínculo entre hombres. Ahora, en esta época de grandes rebajas, se nos pide que dejemos de serlo. Ayer para ser catalanes. Y hoy para ser madrileños. Por sus irresistibles descuentos».

(xxviii)

(Anglófilos y francófilos) «Nos asomamos a una mala ventana para mirar el mundo. España se ha pasado un siglo encaramándose a los Pirineos para contemplar a Europa. Pero Francia no es un buen punto de vista. París es la ciudad de todo el que aspira a divertirse, y acaso también la capital del mundo artístico. Pero todo el hombre que trabaja en grande pasa por Londres, como todo el que se divierte con cierto fasto pasa por París. Londres es la metrópoli del trabajo y del tráfico mundial. París nos ofrece un universo pulido y pintoresco, pero artificial y engañoso. Las realidades hondas y bruscas han de buscarse en Londres; allí se deciden los verdaderos sentidos de los pueblos».

«España e Inglaterra», artículo de Ramiro de Maeztu publicado en La Correspondencia de España en 1905 y citado por David Jiménez Torres en Nuestro hombre en Londres. Por supuesto, el español prudente se cuidará de preferir en un sentido u otro, e incluso no encontrará demasiados problemas en desmentir con sus acciones al autor: trabajando en grande en París, y divirtiéndose con cierto fasto en Londres. AstraZeneca mediante.

(Sostiene Janan Ganesh en Financial Times: «dentro de Occidente, Londres y Nueva York constituían una liga de dos antes de la pandemia y probablemente lo harán mucho después. Aunque la difusión del inglés como segunda o primera lengua recorte su ventaja, intenta copiar esa ‘libertad interna’ (inner freedom). Se trata de una soltura cultural (cultural looseness), una ausencia de códigos y etiquetas que hacen que incluso las mayores ciudades de Europa continental sean complicadas para los forasteros». Pues bien, Mr Ganesh. Conozco un poblachón manchego que…).

(xxvii)

(Almuerzo con N.) Desayuno andaluz, radical por lo que tiene de supresión de lo accesorio, mientras ojeo los periódicos españoles —a primera hora de la mañana no consiento lenguas extranjeras; por lo general, me reconcilio con ellas solo más tarde, a partir de las doce. Me ducho, pero con matices: «La ducha es milanesa, porque uno se lava mejor, gasta menos agua y pierde menos tiempo. El baño, en cambio, es napolitano. Es un encuentro con los pensamientos, una cita con la fantasía». Tras ungirme de un perfume anticuado, renegrido y oriental, me visto con sencillez —suéter de cachemira, pantalón de franela y zapatos de ante—, y salgo de mi apartamento en el ensanche barcelonés, iniciando un paseo sin sustancia, cual flâneur de provincias, estúpido y sentimental. Llego, evidentemente, tarde, excusándome ya desde la distancia. En fin, pido algo de beber, y al recostarme, como los antiguos, en la terraza, fantaseo, por un momento, que el Consejo de Ministros se ha disuelto, Francisco Javier García Gaztelu alias «Txapote» continúa preso lejos, lejísimos de su hogar, y España vuelve a ser, en este Viernes Santo, y como antaño, una sociedad decente.

(Javier Marías cita los Psalmos en su última novela: «Si el Señor no construye la casa, trabajan en vano los que la erigen; si el Señor no guarda la ciudad, el centinela solo se despierta en vano»).

(xxvi)

(La cultura española) «Los grandes escritores españoles son entendidos por cualquier español. Por un campesino español. Mire, hay un recuerdo que tengo que es prodigioso. Usted sabe que la tesis central de la filosofía de Ortega es yo soy yo y mi circunstancia. Bien. Hace tres o cuatro años, un jueves, día de mercado, en Soria, los campesinos van a la ciudad a comprar. Dos campesinos tienen este diálogo: “¿Qué es de tu vida?”. “Pues ya sabes lo que dice el refrán: ca uno es ca uno y su circunstancia, y la mía ya la conoces”. Usted imagine un país en que un campesino ha oído esa frase, y la entiende, y le parece tan evidente que cree que es un refrán. Ahí tiene usted la cultura española».

De la entrevista a Julián Marías por Joaquín Soler Serrano en A fondo.

(xxv)

(Cervantes en Italia) «En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova; y, desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia, dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.

Allí conocieron la suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la imperial más que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.

Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.

Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.

Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció  bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.

Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.

Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.

Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas, para salir en campaña el verano siguiente.

Y, habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía, y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en leyes».

En «El licenciado Vidriera», dentro de las Novelas ejemplares.

(xxiv)

Andaba yo absorto en mis pensamientos —es un decir— en un restaurante del paseo de Gracia cuya apariencia debe coincidir, mutatis mutandis, con la que tuvo que tener el Reno de Tuset 27, cuando reparé en el Beef Wellington que en aquel momento nos servían, y no pude más que concluir, no carente de satisfacción, que si bien es cierto que clásico es aquello a lo que no le sobra nada, también lo es que sublime lleva hojaldre, echalote y vino de Madeira.

(A propósito de Reno: Vila-Sanjuán nos refiere en El joven Porcel que Javier de Echarri, a la sazón director de La Vanguardia, muere en octubre de 1969, todavía en ejercicio del cargo, por atragantarse durante una cena que tenía lugar en aquel restaurante: se ha venido prefiriendo, quizá de manera prematura, la idea de morir dormido a la de morir cenando, sin haberse valorado suficientemente las ventajas de esto último).

(Sobreviví).

(xxiii)

(Ser príncipe) «Reservado y solitario, Lampedusa llevó en Palermo una vida monótona, rutinaria, sin drama. Dijo en alguna ocasión que su profesión era “ser príncipe”. Vivía sin grandes medios, de las modestas rentas que pudo conservar de la fragmentadísima herencia de los Lampedusa, tras frecuentes pleitos y múltiples problemas administrativos con miembros de otras ramas de su familia. Nunca trabajó, en efecto (o trabajó “de príncipe”). Se levantaba pronto, paseaba por calles, cafés y librerías de Palermo: la pasticceria de Massimo, los cafés Caflish y Mazzana, la librería Flaccovio. Leía durante horas en su biblioteca. La lectura, no escribir, era su verdadera vocación. Acudía a alguna tertulia o con intelectuales locales (Bebbuzzo Lo Monaco, Virgilio Titone, Gaetano Falzone) o con algunos jóvenes escritores, o aspirantes a serlo (su sobrino e hijo adoptivo Gioacchino Lanza Tomasi, modelo del Tancredi de El Gatopardo, Francesco Agnello, Francesco Orlando), a los que en algún momento dio, además, cursos de literatura (de los que quedaron centenares de páginas manuscritas inéditas). Era cultísimo. Conocía a la perfección sobre todo las literaturas inglesa, francesa y rusa. Los mismos escritores a los que conoció en 1954 en San Pellegrino Terme –Bassani, Montale, por ejemplo– le parecieron personas de cultura sólo discreta. Mantenía una óptima relación con sus excéntricos y divertidos primos Giovanna, Casimiro y Lucio Piccolo a cuya casa en Capo D’Orlando, en el nordeste de Sicilia, cerca de Messina, Lampedusa iba con frecuencia. Con Licy, que no se instaló en Palermo hasta que en 1946 murió Beatrice, la madre de su marido (antes, desde 1943, Licy vivió en Roma), coincidía ya al atardecer: leían, oían música e iban al cine. Viajaban con alguna frecuencia a Roma».

Juan Pablo Fusi en Revista de Occidente, cuyo diseño conserva un aire anticuado y encantador. Por una mezcla más o menos evidente de geografía y ethos, Palermo, Cádiz o la Provenza constituyen plazas excelentes para ser príncipe, mientras que otras —pienso en Barcelona, Londres o Nueva York, no tanto Madrid— se me hacen profundamente hostiles.

(xxii)

(Las francesas) «Fue en París, antes de la era Sarkozy. Un amigo periodista hacía cola pacientemente en una oficina de Correos para enviar un paquete. Llevaba bastante rato y estaba a punto de llegar cuando apareció Carla Bruni. Magnética, recorrió la fila hasta llegar al colega y musitó: “¿Me deja pasar? Tengo un poco de prisa”. Mi amigo es francés comme il faut, por tanto, galante (aún no existían los micromachismos): “¡Por favor, pase usted! Carla Bruni, ¿verdad? ¡Qué grata sorpresa! Conocerla así, en una cola de Correos…”. Ella sonrió brevemente. “No, ya ve que cola no hago”. Y pasó a la ventanilla».

Fernando Savater en El País.