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La belleza del Full English Breakfast reside en su superfluidad: es tan profundamente innecesario que resulta indispensable. El de Berners Tavern me pareció espléndido; el que servían en mi hotel, horroroso —desayunar dos veces es un derecho humano como otro cualquiera, y sospecho que de primera generación—. Por lo demás, Londres satisface todo lo que la prudencia aconseja: desde Hatchards —las librerías son como los perros, importa el pedigrí: cualquiera fundada antes de la Gran Guerra corre el riesgo de ser insoportablemente moderna— hasta Fortnum & Masons —un hito de la civilización como otro cualquiera, pero con bolsitas de té y mermelada de champán y frambuesas—, el hombre sensato sabrá gozar en su justa medida de los civilizadísimos placeres que únicamente una urbe europea puede ofrecer, solo para malograrse después a base de whisky en el Soho. Eso sí, como me dijo N., perfectamente londinense ella: «¿El mejor negroni de mi vida? El del Cock. En Madrid».