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«Bueno, se sentó frente a mí. Con una pierna estirada, otra encogida, con la rodilla puntiaguda, estrecha, lisa, frágil. A mi alcance, al alcance de mi mano. Solo tenía que extender el brazo para tocarle la rodilla. Tocarle la rodilla era lo último que debía hacer. Pero lo más fácil. A la vez que sentía la facilidad, la simplicidad del gesto, sentía también su imposibilidad. Como estar al borde de un precipicio y no poder saltar aunque quieras. Realmente necesité valor, mucho valor. Nunca había hecho nada tan heróico, o por lo menos tan voluntario. Es la única vez que he realizado un acto de voluntad pura».

Asomarse al mundo de Rohmer —que es el de nuestros padres—: más ligero, con seguridad peor en muchos aspectos, definitivamente menos estúpido que el nuestro. Como una refutación estética de la concepción whig de la historia.

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