Las corbatas no se agujerean con un alfiler, al igual que no agujereáis a vuestros seres queridos con una pica, ni se les debe someter a escorzos innecesarios: el four-in-hand es prácticamente el único nudo permitido, y cualquier caballero debería poder hacérselo con los ojos cerrados mientras camina sobre el precipicio de las cataratas de Reichenbach. Tampoco llevan bien que se les combine: la igualdad está pensada para los ciudadanos libres, no para ellas, tejidas para sobresalir. Infalibles, sensuales y absolutamente funcionales —recuérdese que son un acto de cortesía—, jamás pasan de moda, excepto aquella que te compraste para tu primera fiesta de Nochevieja. Forman parte de nuestro imaginario, casi cabría decir de nuestros sueños: a los parisinos les fascinaban los pañuelos que los mercenarios croatas se anudaban al cuello durante la guerra de los Treinta Años, y los decimonónicos, altaneros estudiantes del Exeter College de Oxford se ataban los lazos de sus sombreros al cuello, deseosos de desafiar a todo y a todos; Wilde decía que hasta un corredor de bolsa podía parecer civilizado con un frac y una corbata blanca. En general, nadie las ha venerado tanto como los británicos (no puedo contener la emoción cuando recuerdo a ese veterano del Día D que le reprochaba al duque de Sussex que no llevase puesta la suya: «Where’s your bloody tie?»). Pero no nos engañemos: habrá un día en que desaparecerán, y un ejercito, real o figurado, de markzuckerbergs poblarán nuestras calles, oficinas y restaurantes. Será, eso sí, un mundo más uniforme, estúpido y malencarado; uno, en fin, más romo, como una cuarentena infinita. Por mi parte, lo que más echaré de menos es que alguna chica vuelva a decirme lo bonita que es la mía. No sabéis cómo se siente uno después de eso.